Hace un año me presenté por primera vez al examen de acceso del Máster de la Escuela Diplomática. Estaba estudiando árabe en Homs y viajé a Damasco para realizar la prueba en la embajada española. Este texto lo escribí de vuelta a la 'capital de la revolución', con los sentimientos todavía a flor de piel, sabiendo que no aprobaría. Cuelgo este texto un año después, tras conocer que seré alumna del Máster 2012-2013.
Montañas rocosas a las afueras de Damasco. | Laila Muharram |
Homs, 12 de abril del 2011. Volver de Damasco. Casi suena como una
canción. Volver. Una palabra que me taladra la cabeza mientras miro por la
ventana la cordillera rocosa de las afueras de Damasco. Acabo de hacer un
examen en la embajada española para aspirar a entrar en el Master de Relaciones Internacionales de la Escuela Diplomática el año que viene en Madrid. Me dieron
para desarrollar dos temas, uno a elegir entre el cambio climático o la
inmigración en España, temas que no me había preparado y una vez escritos aquí,
parecen muy obvios.
Tendría que haber hablado sobre
el cambio climático. O sobre la inmigración. Esos son temas importantes, pero
he sido incapaz. Me hubiera gustado hablar de lo que no se habla en los medios
de comunicación, de lo que para los medios de comunicación no es importante:
que el país en el que vivo está inmerso en una de sus mayores crisis internas.
Las protestas en Siria dejan un reguero de sangre cada viernes, cada sábado y
ahora también entre semana. Cada uno se echa la culpa al otro, la cadena siria
emite los entierros de las fuerzas de seguridad asesinadas cuando intentaban
reprimir las revueltas, pero se olvida de los manifestantes muertos en Deera,
Menias, Duma y Homs que sólo reclamaban reformas políticas como se olvidó de
los miles de muertos que dejó la matanza de Hama en 1982. Se olvida de todas
las personas que pasaron media vida en la cárcel sólo por haberse reunido para
dialogar, se olvida de todos los jóvenes que debieron emigrar para aspirar a
una vida mejor por la tasa elevada de desempleo, se olvida de las torturas, de
las detenciones aleatorias y del miedo con el que vive la gran mayoría del
pueblo sirio desde hace décadas.
Si me hubiesen dejado escribir
sobre el pueblo árabe, habría desechado las estadísticas, los porcentajes y
análisis demográficos. Si me hubiesen dejado escribir sobre mi pueblo, hubiera
dicho que ha recuperado la dignidad que le arrebataron hace décadas los
déspotas que se presentaban como sus salvadores. Si me hubiesen dejado escribir
sobre mi pueblo, no hubiera llenado páginas y páginas sobre las probabilidades
de que haya una fitna o guerra de sectas, sino que habría hablado de las
jóvenes que se pasean por la universidad, a veces tres cogidas del brazo: una
sin velo, otra con él y otra, cubriéndose entera excepto sus dos profundos ojos
negros.
Si me hubiesen dejado escribir
sobre el pueblo árabe, habría rescatado la fe inquebrantable de sus corazones y
no el fundamentalismo religioso con que los etiquetamos. Habría intentado
explicar la serena paz con la que estudia mi compañera de piso después de sus
oraciones matutinas y la rabia y la pasión con la que mira los debates de la
BBC árabe sobre su país. Hubiera explicado que la sociedad siria es tan
polifacética que es imposible describirla. Tan heterogénea que ha degenerado
bajo una sola ideología política que aplasta los sueños de los más jóvenes.
Si me hubiesen dejado escribir
sobre el pueblo árabe, hubiera dejado al descubierto lo único que todo el mundo
sabe y nadie quiere recordar: que son seres humanos con sus ilusiones y sus
derrotas, son personas de carne y hueso cuya esperanza va cobrando fuerza a
medida que los más valientes gritan en las calles lo que sus corazones callan.
Si me hubiesen dejado escribir
sobre los acontecimientos en Túnez o en Egipto, no hubiese dejado de recordar
al joven tunecino que prefirió prenderse fuego en vez de vivir humillado y en
la pobreza, Mohamed Bouazizi o a Said Jaled, aquel joven de Alejandría al que
sacaron de un cibercafé las fuerzas de seguridad para matarlo a golpes. No
hubiese olvidado mencionar a los cariotas de la plaza Tahrir que se enfrentaron
con piedras a los sicarios de Mubarak ni los abrazos del pueblo tunecino con
los miembros del ejército tras la huída de Ben Alí. Hubiera recordado el miedo
de los blogeros escribiendo sus comentarios sabiendo que podrían ser detenidos
y torturados y no hubiese dejado pasar aquella frase del difunto poeta tunecino
Abul Kasem al Shabi: Si algún día el pueblo quiere la vida, tendrá que
responder el destino, convertido en lema de los manifestantes.
Si me hubiesen dejado escribir
sobre el pueblo árabe, hubiera dibujado el humo del cigarrillo que se escapa de
la boca de mi primo mientras piensa preocupado en los últimos acontecimientos
en Siria y en sus hijos. Hubiera enumerado las veces que veo fotos del
presidente Bashar en las calles, más numerosas que nunca para aparentar
normalidad aunque en la práctica son la señal de que hay algo por lo qué
preocuparse para colocarlas en todas partes. También me hubiera gustado
escribir lo que no puedo expresar cada día: la rabia que provoca la impunidad,
la impotencia de cada viernes cuando se oyen gritos y sirenas de policía y
nadie puede decirte de donde proceden o a donde van. La incertidumbre de las
cifras: nadie conoce la cifra real de muertos y heridos porque los
manifestantes evitan acudir al hospital por si las fuerzas de seguridad los
detienen.
Si me hubiesen dejado escribir
sobre el pueblo árabe, hubiera comparado la respuesta de los jóvenes árabes con
la de los europeos, que salen al mercado laboral sin esperanza de encontrar
trabajo y hubiera escrito en mayúsculas la palabra "indignaos" para que nuestros
políticos dejaran de jugar al perro y al gato. Si me hubiesen dejado escribir
sobre el pueblo árabe, diría que no he conocido ni conoceré una generación tan
prometedora de jóvenes nobles y libres, porque tienen muy poco y aspiran a
mucho. Si me hubiesen dejado escribir sobre el pueblo árabe, hablaría de la
generosidad con la que mi familia me recibe en su casa cada jueves, cuando otro
viernes de la ira me empuja a refugiarme en el sitio más seguro. Si me hubiesen
dejado hablar sobre el pueblo árabe, contaría los innumerables corralitos que
forman los jóvenes en las calles estos días para romper un silencio que parecía
eterno.
Pero no me dejaron y por tanto,
vuelvo de Damasco triste y vacía, mirando por el cristal esa tierra, esta
tierra tan querida y por la que tanto he suspirado desde que la conocí. Ahora
un posible destierro se cierne sobre mí porque la situación se vuelve peligrosa
para una española como yo. ¿Española? Me pregunto. Pero si soy siria, como
ellos. ¿Por qué tengo que dividirme en dos? Además, no quiero irme. ¿Cómo voy a
dejar todo esto atrás? Volver. Suena a canción, como el canto de las sirenas.
¿Y qué hago allí? Aquí arriesgo mi vida, allí me espera una larga cola del
INEM. ¿Es que no hay un hueco para nosotros, para los puentes? Entre la crisis
económica y el pálpito del cambio:
¿cómo resistirse a la sugerente llamada de
la revolución?