Estas
palabras no sirven de consuelo ni de denuncia. Estas palabras no pueden
trascender la desazón ni la incertidumbre, el silencio o la impotencia. No
pueden ayudar a nadie ni saben cómo hacerlo, quizá por eso han dejado de
aparecer en este blog. Proscritas, porque sólo saben hablar de un drama que no
cesa y que se va llevando a los seres queridos, uno a uno.
Hace tres
años caminaba por esas calles, hace tres años hacía un frío glacial en Homs
como hoy hace en Amán. Hace tres años, toda mi vida giraba en torno a un nombre
y por ese nombre, hace tres años, tomé esas calles, para buscarlo. No lo
encontré, pero me dejó un regalo de cumpleaños: una ciudad en blanco y negro
que he enmarcado en mis recuerdos y me acompaña cada día; una ciudad que grabé
a fuego en mi memoria bajo la lluvia torrencial; Homs meses antes de una
revolución que la dejaría así, devastada.
Homs, cuando
apenas nadie la situaba en un mapa y por eso la quería más. Homs cuando sólo
era el recuerdo de un amor y me servía de excusa para mantener un estado de
melancolía ñoño y barato. Homs aquella mañana del 11 de diciembre del 2010
cuando desperté con la lluvia cayendo sobre la terraza de mi casa en Al Qusur y
no se me ocurrió otra cosa más absurda que salir a pasear, bajo el agua. Nunca
he deseado tanto en mi vida calarme hasta las huesos, hasta que casi enfermo.
Pero... qué
espectáculo, qué regalo para la memoria los ríos en el asfalto, el agua
repicando en el cristal de los coches, la calle Al Cornish con sus microbuses,
la gente aglomerada en la parada de autobus, ahí sigue la foto de Bashar y sus
terribles ojos azules, que parece que lo observan todo... y caminar y caminar y
llegar hasta el zoco y descubrir que también las especias celebran la lluvia y
despiden sus olores, húmedos, se escurren entre los hombres que también han
encontrado refugio bajo la bóveda recién renovada... chorreando agua te miran,
unos ojos tras la cortina negra, como si llevaran la casa a cuestas y te observasen
por un resquicio… ir a ver a Basel y que te reciba con esa sonrisa que te
parece un milagro, un milagro que tardó 15 años en ver la luz, como si volviera
a nacer, Basel nació dos veces y por eso Basel no puede morir.
Dejo la
tienda de Basel en el zoco refugiada en un paraguas de flores, me da por
comprar un paraguas llamativo, de colores, en medio de esa orgía de grises, de
agua gris, de caras grises, de edificios grises... y de especias con olores que
no puedo describir. Tengo un destino fijado en mente, una dama que se llama
Julia y que me espera en Bustan al Diwan, una dama que ese día se ríe por
haberme tatuado sus flores, aunque parece que llora mientras la observo grabada
en la roca.
Chorreando, le hago preguntas silenciosas y no contesta. Le divierte intentar
averiguar si lo que resbala por mis mejillas son gotas de lluvia o lágrimas.
Vuelvo a
casa, por entonces sin agujeros de bala, vuelvo a casa y me espera cerca de la
puerta Hala, la directora de mi escuela de árabe, es la única que me regala una
tarjeta de cumpleaños, para que la recuerde. Hala, con esos ojos desgastados
por el tiempo, esas arrugas que enmarcan unas pupilas de hierro, Hala, que no
confesará hasta el último día que su hermano desapareció en los años 80 y que lleva
décadas esperando verlo entrar por la puerta. Hala, que me regaló la última vez
que nos vimos un libro de Palestina que leo aquí en Amán, un libro sobre la historia reciente de un pueblo
que lleva un siglo en el exilio, y que le va pasando el turno a los que le
rodean. Ahora Siria, ahora a nosotros. Es imposible huir de las desgracias
ajenas; por mucho que huyas, te encuentran.
Era la
madrugada del 19 de abril, escuché los disparos, los gritos de los jóvenes
volviendo de la plaza del Reloj Nuevo, olían a muerte, todo lo nuevo en Homs
suena a chiste, todo ha envejecido como si hubieran pasado siglos, ya nadie
reconoce las calles, ya no hay tiendas que reconocer, ni casas, nada. Una
semana después volvía en ese avión que me ponía a salvo mientras dejaba atrás a
los míos. Dejaba atrás la casa de Samhar, mi segundo padre, alguien que me
trataba como a su hija, que me quería y me regañaba cuando me ponía a hablar en
inglés, las veces que me decía “Si ya entiendes casi todo, tienes que empezar a
hablar” y yo le daba la razón. Las veces que me he sentado a su mesa a comer,
las veces que he comido kipi en esa cocina, las veces que su mujer me ha
preparado Sakrie, el mejor Sakrie que he comido en mi vida. Su casa era mi
refugio, mi bunker familiar contra un régimen que nos declaraba la guerra, de
la noche a la mañana ya no te sentías seguro en ningún sitio. Allí conocí a Adnan, donde me enseñó los vídeos de la
matanza, donde aprendí lo que significaba “silmie”,“mundas” y “zaura”.
Uno de
aquellos días me levanté temprano. Me dirigía a la cocina para desayunar cuando
me encontré en el patio a Samhar, de espaldas, mirando a un punto fijo del muro
que nos separaba del mundo exterior, sostenía un cigarro en la mano. Era una
imagen escalofriante, aquel momento me hizo darme cuenta de su extrema
delgadez, sus camisas siempre le quedaban demasiado grandes, siempre
comentábamos el contraste con su mujer, hermosa y de mejillas redondas y sonrosadas…
recuerdo detenerme y mirarle, sin que se diera cuenta de que estaba siendo
testigo de sus pensamientos… que se escapaban por el humo de ese cigarro, eran
negros como una espesa niebla, tan oscuros que podías sentir el frío. Ya nada
volvería a ser como antes.
Todos
volvíamos pronto a casa, ya no había libertad de movimiento, ya sólo pude ir a
casa para hacer las maletas. En dos horas Samhar me esperaba en la puerta con
el coche. Yo no quería irme, no quería abandonar mi casa, mi habitación con el
mapa de Oriente medio pegado en la pared, mi terraza donde desayunaba, mis
libros, mis seis meses en ese piso apenas estrenado, no quería pensar que ya
nunca más volvería, era demasiado difícil hacerse a la idea. Me llamaba al
móvil constantemente “¿Por qué tardas tanto? Baja ya que se hace tarde.”
Mohannad me ayudó a bajar las maletas y yo corriendo hacia el coche me caí y
Samhar tuvo que salir del coche para ayudarme… era insoportable el sentimiento
de culpabilidad, absolutamente insoportable. Me obligaba a no llorar, a
mantenerme fuerte delante de ellos que se quedaban. “Lloras en el avión pero no
ahora”, pensaba, mientras venían familiares a despedirse de mi en casa de Samhar,
vino Basel y su familia, vino Hala y me regaló el libro con la dedicatoria “Volveremos
a vernos en Homs, inshallah”. Lloras en el avión.
Samhar
también me llevó al aeropuerto, él y su hija me llevaron a Damasco, de noche y
con una luna partida. Antes de llegar, nos detuvieron para registrar mis maletas,
querían ver incluso lo que tenía en mi bolso. Yo sentía un odio infinito, pero
la humildad y la delicadeza con la que Samhar les habló me enseñaron una
lección inolvidable: delante del peligro sosiego, mucho sosiego. “Sólo la
llevamos al aeropuerto y volvemos, podéis ver lo que tenemos en el maletero”. “Laila,
tu quédate dentro. Laila, enséñales el pasaporte y lo que llevas en el bolso”. En
dos minutos nos dejaron ir.
Fue la última
vez que vi a Samhar. En el aeropuerto me esperaban unos amigos de mi padre que
también regresaban a España. Samhar me dejó con ellos. Allí se quedó con su
hija, me vieron alejarme y yo miré atrás. Allí se quedó con su hija. Allí se
quedó.
El humo de
sus oscuros pensamientos se materializó y estos tres años ha estado asumiendo
desgracias, la muerte de su sobrino, el encarcelamiento de su hijo, la
emigración a Egipto, la persecución de los sirios en Egipto, un negocio que no
funciona, la decisión de volver a Homs… su corazón no ha podido superarlo. Nos
ha dejado su risa ronca, su frente plagada de arrugas, su mirada seria… nos ha
dejado el peso que llevaba a cuestas para que lo repartamos. Ahora estará
regañando a Adnan como me regañaba a mi, le regañará por salir aquella noche a
manifestarse, le dirá que dejó a su madre rota, pero luego, cuando haya terminado,
volverá a reir con esa risa ronca y quemada por el tabaco, se encenderá su
cigarro y nos observará desde ahí arriba, maldiciendo al “kalb” que le rompió
el corazón.
Que nos lo
rompió a todos.
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