Entre el barro y las chabolas del campo de refugiados de Zaatari, en Jordania, decenas de niños sirios practican taekwondo para canalizar su rabia. El proyecto gestionado por una ONG coreana quiere formar a los líderes del futuro gracias a la disciplina y el respeto. Gracias a este arte marcial, los chicos y las chicas están apaciguando el dolor por la guerra en su país.
Javi Julio / Nervio foto |
Texto de Laila Muharram Rey y Daniel Rivas
Pacheco
Fotografías de Javi Julio / Nervio foto
El blanco simboliza la inocencia. Abdel Malek, de cinco
años, se une al coro de niños que cantan letras revolucionarias mientras son
trasladados en pickup de un extremo al otro del campamento de refugiados de
Zaatari, en Jordania, a solo 10 kilómetros de la frontera con Siria. La mayoría son de Daraa,
una de las ciudades donde la represión contra los manifestantes fue más salvaje.
Otros han huido de Deir ez Zor o de Homs.
Visten un kimono blanco que usan cuatro veces a la semana
y en donde están grabados las huellas del duro entrenamiento: alguno está
descosido, otros, tan arrugados como higos y en la mayoría hay motas de color
marrón del barro que lo baña todo. Pero son los cinturones los que más resaltan
cuando la furgoneta se detiene frente a un pista de futbol encharcada: por ahí
salen niños de blanco con cintas
alrededor de las caderas: blanca, amarilla, verde, azul y roja.
“Venga, vete ya Bashar”, “mejor morir que vivir
arrodillado”. Los chavales gritan y dan palmas mientras son trasladados por las
calles del colosal levantamiento que alberga a unos 80.000 refugiados. Mujeres
cargadas con bebés en los brazos o niños que van al colegio los ven pasar: los
adultos miran con la cara mustia pero los críos aún sonríen con complicidad.
Niños de Daraa empezaron la sublevación
social contra el régimen de Bashar al Asad en marzo del 2011. Ellos fueron los
que pintaron en el muro de un colegio “el pueblo quiere la caída del régimen”.
Ellos prendieron la mecha. Ellos sufrieron la primera represión. Ahora estos niños practican taekwondo en la academia del
doctor Lee en Zaatari. Son blancos: inocentes.
Un coreano entre árabes
El amarillo simboliza la semilla. El doctor Lee Chul Soo
es el responsable de la escuela, fundada a principios del 2013. Este
surcoreano enamorado de Oriente Próximo lleva trabajando en la zona desde hace
una década. En 2008 se encontraba en Gaza durante la operación del Ejército
Israelí Plomo fundido. Aunque casi todos los extranjeros se marcharon al
comienzo del ataque, Lee le dijo por teléfono a su mujer que se quedaría como
escudo humano para proteger a los palestinos. Ella decidió que, si iba a perder
a su marido, lo haría a su lado. Meses después fueron expulsados de los
territorios palestinos y tienen prohibido el acceso a la franja durante 5 años.
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Mientras esperaban para regresar, Lee pasó a ser el
representante de la asociación Korean food for the hungry international en
Jordania y visitó el campo de Zaatari. Al volver a Seúl días después no pudo
dormir pensando en los niños que había visto. Por eso, deshizo el camino y
apareció otra vez allí: firmó el contrato para comenzar el proyecto de este
arte marcial transformado en deporte olímpico en 1988.
“Yo nunca tuve relación con el taekwondo, solo pensé que
sería una buena idea inculcar valores a los niños a través de él”, relata Lee
mientras les observa bajar de la furgoneta y entrar corriendo en el hangar que
sirve de academia. Su proyecto se construye en el límite urbano del campo, al
final de la calle comercial que los refugiados bautizaron Campos Elíseos, como
si fuese una aspiración. El terreno de los coreanos tiene también un pequeño
huerto que los alumnos ayudan a cultivar. Cuando culmine el proyecto, otro
hangar alojará una escuela de estudios superiores, una cafetería y unos baños.
El agua que caiga de los grifos se utilizará para regar las plantas del invernadero.
En la puerta, un profesor regaña a los chicos: “Quitaros
las zapatillas”. Las sandalias grises con ronchas de barro se amontonan sobre
el frío suelo de cemento, algunas quedan colgando entre la pared y la viga de
metal que sostiene la estructura. La semilla crece con los pies desnudos.
El verde simboliza el renacimiento. Los niños se dividen
por colores. A la izquierda, los que están empezando. No llevan kimono, pero
algunos ya tienen el cinturón blanco colgando por encima de la ropa. Dos estudiantes
con banda roja se colocan en frente y serán sus tutores durante el
entrenamiento. A la derecha, los alumnos aventajados, los que han recibido la
vestimenta federada del WTF (World Taekwondo Federation) y los cinturones, que
representan los grados de conocimiento. Abdel Malek se coloca en primera fila.
Tiene un kimono impoluto con la palabra Ktigers escrita a la espalda y
aunque viste cinturón blanco, repite de memoria todos los movimientos de los
más avanzados. Es uno de los predilectos de los profesores. Y sobre todo de
Mohamed, su padre, que trabaja como entrenador.
El maestro Sejong Lee empieza el calentamiento. El
profesor surcoreano llegó al campo hace 4 meses. Por esas fechas, planeaba
mudarse a Singapur donde le habían ofrecido un puesto de trabajo muy bien
remunerado para enseñar este deporte. Con el billete comprado y las maletas
preparadas, un día antes de partir conoció en Seúl al doctor Lee y su vida dió
un giro de 180 grados. “Me dijo que sería un trabajo voluntario, sin salario,
pero que unos niños me necesitaban. Acepté de inmediato”, cuenta Sejong. “No me
arrepiento. Aquí tengo una familia”, reconoce sonriendo.
La filosofía: formar futuros líderes
El azul simboliza el cielo. Los alumnos con cinturón rojo
realizan saltos imposibles en una demostración de habilidades a los nuevos, que
se han sentado en círculo en torno a ellos y miran expectantes. El maestro
Sejong y los tutores sirios les ayudan a ponerse los petos para protegerse el
pecho y los cascos. Les explican las normas, a veces con algo de rudeza.
Mohamed, padre de Abdel Malek, se defiende: “Ellos saben que lo hago con amor,
no quiero que ninguno fracase”, y muestra sonriente sus dientes blancos.
“Aunque los veas dar patadas y lanzar puños al aire, les
enseñamos este arte marcial para fortalecerlos mental y físicamente, no para
pelear. Es un deporte de defensa”, señala el doctor Lee mientras los tutores
sirios atan los protectores de pecho a la espalda y colocan los cascos en la
cabeza a los niños. “Mi idea es formar a futuros líderes, transformar la
violencia que ha ejercido el conflicto en sus infancias, canalizar la rabia en
algo positivo. Y ya hay resultados: los niños que llevan dos años son más
disciplinados y han recuperado la autoestima”, afirma Lee con una sonrisa.
La influencia de la filosofía del taekwondo es notable en
las actividades de los pequeños. “No comeré si no he querido trabajar”,
“trabajo cuatro horas y solo como una ración” son lemas que deben memorizar y
que inciden especialmente en el rendimiento y la eficacia, algo muy
característico de Corea del Sur. Allí la educación es considerada crucial para
el éxito y en ella el país invierte casi el 5% de su Producto interior bruto.
“Aunque allí la competencia entre los alumnos es muy grande y la presión es
durísima”, afirma David Jaehun Choi, el surcoreano que coordina el Korea refugee
project, otra asociación involucrada en la escuela de taekwondo. Jaehun ha
conseguido que empresas surcoreanas que trabajan en Jordania donen los aparatos
tecnológicos, como impresoras, y logísticos, como sillas y mesas, que los
voluntarios utilizan diariamente en el campo base, a la entrada de Zaatari.
La cortesía y el autocontrol también están muy presentes
durante los ejercicios. A los maestros hay que saludarlos con la reverencia
correspondiente, inclinando mucho el cuerpo hacia abajo en señal de respeto. Y
las patadas, también llamadas chagui, así como otras técnicas de golpes,
bloqueos, posiciones o defensa personal, están enfocadas al autocontrol. Nada
de lo aprendido debe ser utilizado para golpear a un compañero. Esta y otras
normas están recogidas en Reglamentos y leyes para el espíritu deportivo
durante el entrenamiento, un conjunto de 18 puntos que repiten todos los días
antes de entrenar.
Su
futuro está en Zaatari
El rojo simboliza la pasión y es el color del cinturón
que llevan los estudiantes que han alcanzado el dominio de técnicas antes de
llegar al negro. Ambos colores forman parte del característico símbolo de las
cinco anillas de los Juegos Olímpicos. Un sueño que parece ambicioso y lejano
para unos niños que viven en un campamento de refugiados, pero varios
responsables del proyecto han empezado a formalizar las actividades deportivas
y equipar a los estudiantes con material federado -y con maestros reconocidos-
para eliminar cualquier obstáculo que impidiera convertirlo en realidad.
“Aún es pronto para hablar de Juegos Olímpicos. De
momento vamos a empezar a competir con jordanos que practican taekwondo en
Amán”, comenta Jaehun, el coordinador de Korea refugee project. Los niños que
empiezan a abrirse camino hacia la madurez son conscientes de la expectación
que genera el deporte no solo en el campo de refugiados, sino también a los
visitantes que se quedan impresionados cuando los ven ejercitarse como auténticos
profesionales.
“Cuando vuelva a Siria, quiero ser profesor de
taekwondo”, comenta uno de los alumnos más aventajados, uno de los que día tras
día va a entrenar. Pero hay otros niños menos afortunados que tienen que ayudar
a la familia transportando las carretillas hacia el mercado y faltan a las
clases entre semana. Y hay otros chavales que no vuelven porque sus familias
han decidido regresar a Siria. “A veces tengo que ir personalmente a hablar con
ellos para que cambien de opinión. Les pido que no regresen porque aquí están
seguros y los niños van a la escuela”, comenta Lee. Algunos de los profesores,
como Mohamed, permanecerán en Zaatari gracias a los proyectos del campo que
garantizan sanidad y educación a todos sus habitantes.
El pequeño Abdel Malek se quita y dobla cuidadosamente su
kimono, atando su cinturón en torno a él para llevarlo colgando a casa, tal y
como le ha enseñado su maestro. “Hasta mañana Sejong”, le dice mientras se sube
en la camioneta. Su padre Mohamed le da unas galletas de chocolate. Mira a su
hijo con devoción. De repente, una de las galletas se cae encima de la
plataforma de carga donde está subido, sucia de las pisadas de otros niños del
campo que son transportados como él hasta el recinto. En vez de darle una
patada hacia fuera, la coge delicadamente, se la lleva a la frente, luego la
besa y se la come. Es la resistencia, incluso en un campamento de refugiados, a
perder su condición humana.
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
Publicado en Zazpika, el dominical de Gara, el domingo 01 de Marzo del 2015
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